martes, 19 de junio de 2018

"El repostero de Berlín": Los ingredientes precisos

El cine es considerado justamente un arte por muchos y variados motivos. Para un servidor, uno de ellos es la capacidad de narrar una historia de tal manera que, aunque contenga elementos algo chocantes, se deje ver sin causar reparos, algo que le ocurría a, por ejemplo, la premiada Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999). Esta misma cualidad, que es positiva por descontado, también está muy presente en El repostero de Berlín, ópera prima como director de largometrajes del israelí Ofir Raul Graizer, quien también escribe el guión.

La historia de un  joven berlinés, maestro en la gastronomía más dulce, que mantiene una relación con un hombre casado israelí y la forma de actuar del primero al conocer la muerte en un accidente del segundo, está rodada y tratada de una manera especial, haciendo énfasis en los sentimientos y en el choque cultural entre israelíes y alemanes. Graizer se recrea, para el placer del espectador, en el proceso de elaboración de tartas y galletas, lo cual lo emparenta con filmes como Chocolat (Lasse Hallström, 2000).

Por otro lado, la evolución de la relación del repostero con la viuda de su amante se va cocinando a fuego lento. El resultado tiene mucho que ver con el modo en que Graizer dirige a los actores. El personaje que interpreta el alemán Tim Kalkhof (increíble todo lo que transmite con lo mínimo) llega al establecimiento donde trabaja la mencionada viuda con unas intenciones iniciales indecisas pero el desarrollo de la historia hace que el espectador empatice con ambos, al menos esa fue la experiencia de un servidor. De igual modo, la actriz Sarah Adler, hace una composición de su personaje magistral llena de matices.

En realidad lo que se presencia, a pesar de saber con quién ha estado unido sentimentalmente él antes, es el encuentro de dos almas solitarias que ven la ocasión de llenar ese hueco que tienen en sus vidas, en el caso de él más claro gracias a un flashback con una interesante conversación entre él y su amante cuando aún vivía.

Sin embargo, Graizer juega, por un lado, con la coherencia y, por otro lado con la ambigüedad con respecto al momento en el que ella descubre quién es él en realidad, algo que no ocurre en el encuentro con la madre del fallecido, interpretada maravillosamente por Sandra Sade, quien sabe perfectamente quién es el joven berlinés prácticamente desde que cruzan las primeras palabras y miradas, éstas últimas una de las bazas de la película y que Graizer ha potenciado sabiamente, así como los silencios y las reacciones de los personajes haciendo, como se ha mencionado al principio, que no se sienta rechazo hacia ellos (sobre todo hacia él) porque se parte de la base de que el director no los cuestiona ni enjuicia, por lo tanto los expone a corazón abierto.

Filmada de una manera impecable, con una escena íntima genialmente planificada, y por lo tanto creíble, en las antípodas de la que protagonizan Rachel McAdams y Rachel Weisz en Disobedience (Sebastián Lelio, 2017), El repostero de Berlín destaca también por la hermosa música compuesta por Dominique Charpentier, donde cada nota destila sentimiento.

Si bien es cierto que el final (que habla de temas como el legado o lo que una persona ha significado en la vida de otra) abierto y un tanto ambiguo, puede descolocar un poco, no hace que se caiga todo el castillo de naipes (o de galletas, que pegarían, más en este caso), porque se nota que es una película rodada con corazón y amor hacia los personajes, algo que se plasma sin fisuras en pantalla y hace que el visionado ni eche para atrás ni se tenga la sensación de que hemos comulgado con ruedas de molino, sino que se desgusta como la sabrosa tarta Selva Negra que se ve en la película, una de las cumbres de la repostería alemana.  

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