domingo, 22 de julio de 2018

"Happy End": Haneke, el eterno inquietante

A estas alturas un servidor cree que no se equivoca si califica al cineasta austriaco Michael Haneke como uno de los autores más personales del cine actual. Haneke ya es sinónimo de temas controvertidos, violencia (física y verbal) y comportamientos cuestionables que, como a un servidor le pasa, salvando las distancias, con Darren Aronofsky, el visionado de sus películas hace que el espectador sienta de todo menos indiferencia. Tiene un sello muy personal y en Happy End se mantiene.     

Hay voces que afirman que esta es una película menor en su filmografía ya que carece de la crudeza explícita de títulos como Funny games (1997), La pianista (2001) o la premiadísima Amor (2012) mostrando en pantalla sin tapujos situaciones duras e incómodas. En Happy End esos actos más controvertidos son sugeridos, lo que un servidor considera que potencia más la inquietud en el espectador. Hacía tiempo que, fuera del género suspense-terror puro y duro, una niña (interpretada con mucha credibilidad por Fantine Harduin)  no produce un desasosiego tan claro, cuando desde el principio se nos hace partícipes de un acto atroz en la que el arrepentimiento brilla por su ausencia.

El director de La cinta blanca (2009), en esta ocasión, incide en la crítica a la clase acomodada retratando a una familia, que, nada más que se conoce un poco, se demuestra que tiene miserias como la mayoría pero procuran ocultar bajo una apariencia de ejemplaridad que se desmonta para el espectador cuando se muestran algunas de sus acciones en el entorno laboral y cuando una voz discordante pretende silenciarse para que su estatus aparentemente pulcro siga intacto, lo cual sirve para hablar de la hipocresía en la sociedad actual.

Los actores son, una vez más, genialmente dirigidos. La gran Isabelle Huppert, tras el chasco que un servidor se llevó recientemente con La cámara de Claire (Hong Sang-soo, 2017), está de nuevo en su salsa, maravillosa en un papel en dos idiomas, evidenciando que la manera de dirigir repercute directamente en la interpretación. Aquí Huppert da una nueva lección y su complicidad con Haneke es más que evidente tras tres experiencias previas: además de las mencionadas Amor y La pianista, también trabajó con el cineasta en El tiempo del lobo (2003), donde precisamente se llama exactamente igual (nombre y apellido) que en Happy End

Del reparto principal es inevitable no rendirse a la sabiduría interpretativa del veterano Jean-Louis Trintignant. El inolvidable protagonista de títulos como Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966), El conformista (Bernardo Betolucci, 1970) o Vivamente el domingo (François Truffaut, 1983) da otra lección en el filme que nos ocupa. Su personaje es un octogenario que conecta en nombre y en una acción concreta confesada, al hombre que, acompañado por Emmanuelle Riva, interpretaba en Amor, planteando además un tema tabú que se expone claramente y cuya consecución es el clímax final de la película, con abrupto corte para que aparezcan los títulos de crédito. Con ese tema que un servidor prefiere no desvelar Haneke habla también de lo que significa encontrar a un cómplice.

Siguiendo con el reparto Mathieu Kassovitz compone al padre de la niña protagonista con total veracidad y sencillez.

Con un ojo puesto también en la dependencia de Internet, de las redes sociales y las nuevas tecnologías para transmitir acciones y pensamientos a los miles de usuarios del cibrespacio o para establecer relaciones secretas donde dar rienda suelta verbalmente a nuestra parte más primaria, Happy End, rodada con alguna que otra estridencia formal (aunque abunda más la serenidad), no es, en opinión de un servidor un paso atrás de Haneke sino otra manera de mostrar los temas que le preocupan incomodando al espectador.    

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