jueves, 1 de mayo de 2014

La década del desencanto

                          CRÍTICA TEATRAL: LOS HIJOS DE KENNEDY

La década de los sesenta es mítica para muchos de los que no la vivieron y decepcionante para muchos de los que sí. Robert Patrick confeccionó una pieza teatral con cinco personajes diferentes pero que comparten un sentimiento: la desilusión. Parafraseando en parte a John Osborne, los personajes de Los hijos de Kennedy miran hacia atrás no tanto con ira sino con una especie de mezcla entre melancolía y decepción por unas ilusiones rotas y sueños incumplidos.

El nuevo montaje de Los hijos de Kennedy, en el Teatro Lope de Vega de Sevilla hasta este sábado, es un acertado retrato de una época llena de acontecimientos trascendentales que marcaron para siempre y una manera de vivir que muchos, disconformes con lo que veían, trataron de cambiar.
Cartel estelar de la obra
La obra se vertebra a través de cinco monólogos que llegan al público en forma de fragmentos de vida de una manera limpia gracias a la solidez de los cinco actores en escena. Todos y cada uno de ellos dan lo mejor de sí en el escenario para trasladarnos cincuenta años atrás.

Maribel Verdú encarna a la perfección a la aspirante a actriz adoradora de Marilyn Monroe por cuyas vivencias uno comprueba que es un personaje que representa muchos casos similares, donde los sueños de triunfar se rompen por la falta de escrúpulos de personas que juegan con las ilusiones.

Es la sexta obra que veo de Maribel Verdú, desde que, en marzo de 2001, disfruté con Las amistades peligrosas y lo que demuestra con cada trabajo tanto en las tablas como en la gran pantalla es la gran cantidad de registros y recursos interpretativos que posee, todo un goce para el espectador.

Por su parte, Emma Suárez y Ariadna Gil están perfectas en sus personajes, la primera interpretando a una mujer conservadora admiradora de John Fitzgerald Kennedy, y la segunda representando a esos millones de personas que, entre manifestaciones, conciertos, LSD y amor libre luchaban por un mundo mejor, un perfecto ejemplo de la psicodelia de los sesenta.

Finalmente las interpretaciones de Álex García, como un veterano del Vietnam, traumatizado por lo que vivió allí recordó a personajes en situaciones similares como los de la película El Cazador (Michael Cimino, 1978) y Fernando Cayo, como un actor homosexual con deseos de desarrollar y mostrar sus aptitudes para el espectáculo, conforman un mosaico heterogéneo pero certero de lo que fueron los sesenta.

La música usada, desde The Mamas and The Papas, pasando por el eterno Bob Dylan o Don Mclean y su mítico tema American Pie conforman la ambientación perfecta del bar donde confluyen los personajes, una especie de microcosmos evocador con proyecciones de vídeos incluidas.

El acierto del montaje y por el cual funciona es la perfecta definición de cada uno de los personajes desde la primera vez que los oímos y que continúan sus historias de manera lineal, sin saltar de un tema  otro, lo cual hace que el espectador no se pierda en ningún momento. A esto hay que sumar, repito, las interpretaciones de cinco actores solidísimos que conforman un conjunto de puntos de vista y de matices interpretativos para revivir una década convulsa, llena de luces y muchas sombras, que no difiere demasiado de lo que vivimos en la actualidad.

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