Al cineasta griego Yorgos Lanthimos le ocurre lo mismo que a Darren Aronofsky. Tiene un sello tan característico que todas sus películas se salen de lo establecido y crean desconcierto y desasosiego. Con El sacrificio de un ciervo sagrado el responsable de títulos como Canino (2009) o Alps (2011) da un paso más allá y, como buen conocedor de su propia cultura, le añade al thriller la mayor parte de las constantes de las tragedias griegas.
Ya desde el título Lanthimos nos da pistas de sus intenciones, aclarando que la traducción española es algo errónea porque la palabra por la que se ha traducido "sacrificio", "killing", significa realmente "asesinato" o "matanza", lo cual entronca mejor con el mito al que el título y el argumento hacen referencia: Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra es sacrificada por su padre después de que éste matase a un ciervo de Artemisa, la diosa de la caza, y así aplacar la ira de ella. Esto, sin embargo, no librará a Agamenón de su trágico destino, como Esquilo contó en La Orestiada, pero eso ya es otra historia.
Pues bien Lanthimos, junto con su habitual colaborador Efthymis Filippou, escribe un guión (premiado en el Festival de Cannes junto con el de En realidad, nunca estuviste aquí, de Lynne Ramsay) en el que, como marca de la casa, da una vuelta de tuerca a lo habitual, creando situaciones extrañas. La relación que se establece entre un famoso cirujano y un adolescente y el comportamiento de este último podría hacer pensar que estamos ante otra muestra de thriller con personaje invasivo como el de Glenn Close en Atracción Fatal (Adrian Lyne, 1987) o el de Rebecca De Mornay en La mano que mece la cuna (Curtis Hanson, 1992). Sin embargo, una conversación revela la perturbadora naturaleza de la relación y aquí comienzan las características del género que autores como el mencionado Esquilo, Sófocles o Eurípides llevaron a las más altas cimas en títulos como Hécuba, Medea o Fedra.
Sobre el cirujano y su familia pesa una maldición que sólo se frenará si se toma una drástica decisión. Los acontecimientos se precipitan hacia un desenlace trágico y con una inquietante escena final. Lanthimos opta por no explicar cómo se ha establecido en una aparente realidad cotidiana un elemento sobrenatural que va cumpliéndose y ese es uno de los valores de un filme rodado de manera diferente: planos siguiendo desde muy atrás a los personajes, otros fijos desde muy arriba, muy luminoso gracias a la fotografía de Thimios Bakatakis, que contrasta con la negrura de los acontecimientos, cuyo matiz perturbador es acentuado por la música.
Con respecto a los actores, se da una curiosa doble coincidencia: Colin Farrell, quien interpreta de manera genial al cirujano, trabaja de nuevo con Lanthimos tras la distópica Langosta (2015) y con Nicole Kidman tras La Seducción, que se pudo ver este verano en los cines y que le hizo ganar a Sofia Coppola el Premio a la Mejor Dirección también en el Festival de Cannes.
Kidman está maravillosa como la esposa de Farrell por ese halo de frialdad que mantiene hasta cuando los acontecimientos se desbocan. La sorpresa la da el joven Barry Keoghan, visto también este año en Dunkerque de Christopher Nolan, dando vida al inquietante adolescente que lo provoca todo, actuando como un dios vengativo, aunque hay que decir que nada más aparece y se le ve la cara se evidencia que buenas intenciones no lleva.
El filme tiene, a pesar del ambiente realista, un aire extraño que se evidencia en los comportamientos (muy peculiares escenas de cama, la forma de actuar del personaje de Alicia Silverstone etc...) y en diálogos que descolocan con temas como el vello corporal o fluidos, dichos a un niño. Pero claro, es Lanthimos, y ese enrarecimiento general es otra de sus señas de identidad.
Es curioso cómo, también sin explicación, se habla del destino y de cómo éste es asumido por la hija mayor de Farrell y Kidman interpretada por Raffey Cassidy, con una extraña conexión con el personaje de Keoghan o el gran poder simbólico de un corte de pelo. Por todo lo expuesto, El sacrificio de un ciervo sagrado es una película que reafirma a Lanthimos como uno de los cineastas más personales de la actualidad y al que se le espera cada nueva película, sabiendo que el espectador vivirá una experiencia digamos, diferente.
Ya desde el título Lanthimos nos da pistas de sus intenciones, aclarando que la traducción española es algo errónea porque la palabra por la que se ha traducido "sacrificio", "killing", significa realmente "asesinato" o "matanza", lo cual entronca mejor con el mito al que el título y el argumento hacen referencia: Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra es sacrificada por su padre después de que éste matase a un ciervo de Artemisa, la diosa de la caza, y así aplacar la ira de ella. Esto, sin embargo, no librará a Agamenón de su trágico destino, como Esquilo contó en La Orestiada, pero eso ya es otra historia.
Pues bien Lanthimos, junto con su habitual colaborador Efthymis Filippou, escribe un guión (premiado en el Festival de Cannes junto con el de En realidad, nunca estuviste aquí, de Lynne Ramsay) en el que, como marca de la casa, da una vuelta de tuerca a lo habitual, creando situaciones extrañas. La relación que se establece entre un famoso cirujano y un adolescente y el comportamiento de este último podría hacer pensar que estamos ante otra muestra de thriller con personaje invasivo como el de Glenn Close en Atracción Fatal (Adrian Lyne, 1987) o el de Rebecca De Mornay en La mano que mece la cuna (Curtis Hanson, 1992). Sin embargo, una conversación revela la perturbadora naturaleza de la relación y aquí comienzan las características del género que autores como el mencionado Esquilo, Sófocles o Eurípides llevaron a las más altas cimas en títulos como Hécuba, Medea o Fedra.
Sobre el cirujano y su familia pesa una maldición que sólo se frenará si se toma una drástica decisión. Los acontecimientos se precipitan hacia un desenlace trágico y con una inquietante escena final. Lanthimos opta por no explicar cómo se ha establecido en una aparente realidad cotidiana un elemento sobrenatural que va cumpliéndose y ese es uno de los valores de un filme rodado de manera diferente: planos siguiendo desde muy atrás a los personajes, otros fijos desde muy arriba, muy luminoso gracias a la fotografía de Thimios Bakatakis, que contrasta con la negrura de los acontecimientos, cuyo matiz perturbador es acentuado por la música.
Con respecto a los actores, se da una curiosa doble coincidencia: Colin Farrell, quien interpreta de manera genial al cirujano, trabaja de nuevo con Lanthimos tras la distópica Langosta (2015) y con Nicole Kidman tras La Seducción, que se pudo ver este verano en los cines y que le hizo ganar a Sofia Coppola el Premio a la Mejor Dirección también en el Festival de Cannes.
Kidman está maravillosa como la esposa de Farrell por ese halo de frialdad que mantiene hasta cuando los acontecimientos se desbocan. La sorpresa la da el joven Barry Keoghan, visto también este año en Dunkerque de Christopher Nolan, dando vida al inquietante adolescente que lo provoca todo, actuando como un dios vengativo, aunque hay que decir que nada más aparece y se le ve la cara se evidencia que buenas intenciones no lleva.
El filme tiene, a pesar del ambiente realista, un aire extraño que se evidencia en los comportamientos (muy peculiares escenas de cama, la forma de actuar del personaje de Alicia Silverstone etc...) y en diálogos que descolocan con temas como el vello corporal o fluidos, dichos a un niño. Pero claro, es Lanthimos, y ese enrarecimiento general es otra de sus señas de identidad.
Es curioso cómo, también sin explicación, se habla del destino y de cómo éste es asumido por la hija mayor de Farrell y Kidman interpretada por Raffey Cassidy, con una extraña conexión con el personaje de Keoghan o el gran poder simbólico de un corte de pelo. Por todo lo expuesto, El sacrificio de un ciervo sagrado es una película que reafirma a Lanthimos como uno de los cineastas más personales de la actualidad y al que se le espera cada nueva película, sabiendo que el espectador vivirá una experiencia digamos, diferente.
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