sábado, 30 de marzo de 2019

"Copenhague": Lección de física y de interpretación

Está claro que no es sólo importante el tema que trate una obra de teatro. La manera de tratarlo es un factor indispensable. Si, como en el caso de la obra de la que se va a hablar en una crítica, se va a hablar de física e historia, la dramaturgia marcará la diferencia. Desconociendo el texto y la propuesta del autor, un servidor puede afirmar que Copenhague, la obra del escritor británico Michael Frayn y de cuya versión y dirección se ha encargado Caludio Tolcachir, es una de las más complejas que ha visto.

La obra (de gira antes de hacer temporada en el Teatro La Abadía de Madrid, y que se puede ver hasta hoy en el Teatro Central de Sevilla) fue estrenada en el año 1998 en Londres y en Broadway en el año 2000 ganando tres Tonys (Obra de teatro, Director y Actriz) y en esta ocasión el trabajo de los tres actores que la interpretan es el que hace que esta obra, cuidada también a nivel técnico, salga airosa y sea atractiva para los espectadores, porque sobre el papel no es fácil.

La trama se ubica en la capital danesa en plena Segunda Guerra Mundial y centra su atención en la visita que el físico alemán Werner Heisenberg le hizo en 1941 a su profesor, el también físico Niels Bohr, y a su esposa, cuando Dinamarca se hallaba invadida durante la citada contienda bélica.

Frayn, famosísimo por su obra Noises off, de la que se hizo una muy buena adaptación al cine (Qué ruina de función) por parte de Peter Bogdanovich en 1992 encabezada por Michael Cane y Christopher Reeve, plantea en Copenhague una historia no realista a nivel formal desde la primera escena en un entorno realista y con base histórica, donde se juega con el tiempo y con los personajes, siendo los mismos todo el tiempo cambiando de estado, ya sea emocional o de otro tipo, por lo que el seguimiento de la trama no permite despiste. Lo que se acaba de mencionar se incrementa por el lenguaje científico que se usa en gran parte del texto.

La construcción de una bomba nuclear por parte de Alemania, un hecho en el que Heisenberg, está aparentemente involucrado, sirve de punto de partida para plantear asuntos como el amor a la patria, las responsabilidades ante los hechos consumados o la contraposición de ideas e ideales, todo ello impregnado de un ambiente sobrenatural que da un toque especial al principal hecho que se desarrolla y crea una especie de eterno retorno a distintos momentos de la vida de los personajes. Un servidor reitera la importancia de las interpretaciones de los actores a la hora de enfrentarse a este montaje de Copenhague.

El veterano Emilio Gutiérrez Caba, recientemente galardonado con el Fotogramas de Plata de Honor, sigue demostrando que le gusta seguir apostando por obras no convencionales. La última vez que un servidor le vio sobre las tablas fue encarnando a una de las dos versiones de Julio César en César y Cleopatra, en la que estaba acompañado por Ángela Molina, Ernesto Arias y la última ganadora del Goya a la Mejor Actriz de Reparto, Carolina Yuste, bajo la dirección de Magüi Mira. En esta ocasión da vida a Niels Bohr, enfrentándose al vocabulario y a la estructura de la obra con total desenvoltura. Al versátil y prolífico intérprete, al que un servidor también vio en Poder Absoluto de Roger Peña Carulla, donde también mantenía otro pulso interpretativo con Eduard Farelo, se le ve suelto en el escenario (más de 50 años de carrera es lo que tiene) y afronta su personaje con la seguridad del profesional, para el cual las tablas de un teatro son una segunda casa.

La réplica se la da Carlos Hipólito, otro actor que da gusto verlo en directo. Un servidor lo vio anteriormente en obras tan diferentes como la comedia El crédito junto a Luis Merlo y obras dramáticas como Todos eran mis hijos de Arthur Miller, donde era dirigido también por Tolcachir, y en Glengarry Glen Ross de David Mamet dirigido por Daniel Veronese.

Tampoco hay que dejar de señalar la labor de Malena Gutiérrez, encarnando a la mujer de Bohr, un personaje con más protagonismo del que se podría esperar en un primer momento y al que la actriz dota de una gran fuerza, la cual ya pudo comprobar un servidor en Los hijos se han dormido, la versión que Veronese hizo de La Gaviota de Chéjov.

Los tres actores hacen un impresionante trabajo abordando un texto complicado al que técnicamente la escenografía y el vestuario de la siempre eficaz Elisa Sanz y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo y Ion Aníbal López ayudan de manera importante para dotar de ese aire misterioso e irreal que tiene la obra, la cual especula con un pasaje de la Historia de manera reiterativa y que rompe desde el principio los convencionalismos teatrales.

FOTO: MARIETA ALVAREZ

martes, 26 de marzo de 2019

"Dolor y gloria": Intenso sabor a Almodóvar

Hay cineastas cuya propia vida daría para una película y, además, sus recuerdos y vivencias pasadas les han marcado a fuego. Pedro Almodóvar es uno de ellos. El gran director, ganador de dos Oscar, premiado en Cannes, en los César, los Globos de Oro, los Goya, los David di Donatello y  con un gran número de galardones más, siempre ha tenido presente su pasado, bien con los cameos de su adorable madre o haciendo referencias a sus raíces manchegas como ocurría en la conversación sobre el pisto del personaje de Victoria Abril por teléfono con su madre en Átame (1989), la vuelta al pueblo de Marisa Paredes en La flor de mi secreto (1995) o Volver (2006), rodada en su mayor parte en pueblos de Castilla-La Mancha.

Todos los recuerdos del director de Hable con ella (2002), se mezclan con elementos de ficción en su último filme estrenado, Dolor y gloria, donde, más íntimo que nunca, crea un personaje protagonista, el director de cine Salvador Mallo, interpretado maravillosamente por Antonio Banderas, que tiene mucho de él. Por lo tanto, con un guión sorprendente, donde se mezclan realidad, ficción y recuerdos de una manera sorprendente, muy natural y nada liosa, Almodóvar hace balance de alguna manera de su vida y su trayectoria, que incluye homenajes a escenas de sus películas, la estética de las mismas (los colores, con unos tonos asociados a su cine para siempre) y escenas que se califican ya de almodovarianas, como la conversación en la cocina entre la criada y la amiga del protagonista.

A un servidor le ha parecido que la película tiene un tono pausado pero no lento, porque no dejan de pasar cosas y se muestran episodios de la infancia rodados en Paterna (Valencia) que son una belleza tanto por lo que se cuenta como por la luminosidad que desprenden las imágenes, obra del maestro director de fotografía José Luis Alcaine, asiduo colaborador de Almodóvar desde Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) como también puede decirse de la sensible música del multipremiado y nominado Alberto Iglesias, presente en el universo almodovariano desde la citada La flor de mi secreto.

La historia de Salvador Mallo está llena de éxito y sinsabores profesionales y personales, reencuentros, dolores físicos (muchos) y emocionales y frustración creativa y laboral. Como se ha dicho, Salvador Mallo no es el propio Almodóvar al cien por cien pero el cine del personaje y la vida del mismo tienen mucho de él, como demuestra el hecho de que, durante los créditos finales de la película que se reestrena, rodada en los ochenta del pasado siglo (la época en la que el propio Almodóvar se dio a conocer modernizando el cine español y captando muy pronto la atención internacional) suene el tema Cómo pudiste hacerme esto a mí de Alaska y Dinarama.

Pero Dolor y gloria también es innovadora visualmente, ya que es muy novedosa la forma en la que se explica la vida y los padecimientos físicos del protagonista con una gran voz en off de Banderas. Aparte de esto, muchas manifestaciones artísticas están presentes en la película: literatura, cine (con apariciones de actores del Hollywood clásico incluidas), la pintura (que juega precisamente un papel esencial en la trama de manera inesperada) y la música, como es habitual en el cine del director de La ley del deseo (1987): Además del famoso tema ochentero ya mencionado suena la canción italiana Come sinfonia cantada por Mina, cantante indirectamente ligada al cine de Almodóvar, ya que cantó una de las versiones más famosas del tema C'est irréparable de Nino Ferrer que daría lugar a Un año de amor cantada por Luz Casal con Miguel Bosé haciendo una actuación en playback memorable en Tacones lejanos (1991). Además La vie en rose suena en un momento de baile del gran Asier Etxeandía, o el popular tema A tu vera, con Rosalía presente en una escena de lavanderas llena de un jovial costumbrismo.

En lo que respecta a los actores un servidor diría que es otro ejemplo de reparto brillante. Antonio Banderas está sencillamente sublime. Su encarnación de Salvador Mallo es de los mejores personajes de su carrera. Con gestos que recuerdan al propio Almodóvar refleja muy bien sentimientos con un repertorio de miradas a distintos personajes o en solitario que demuestra lo bien compenetrado que ha estado con el cineasta que lo lanzó en el terreno audiovisual gracias a Laberinto de pasiones (1982) y con el que casi gana el Goya con un personaje totalmente opuesto en la también sorprendente La piel que habito (2011). La composición física es tan importante como la emocional de ahí que el hecho, por ejemplo, de calzarse, diga mucho de un personaje complejo que el actor malagueño hace a la perfección y un servidor considera que puede ser candidato a muchos premios, como la propia película.

Siguiendo con los personajes que interactúan con Banderas el de Leonardo Sbaraglia es el que quizás le haya emocionado más a un servidor. Ambos personajes viven un especial reencuentro en el que afloran recuerdos, sentimientos y mucha emoción, con planos que recordaban a algunos de La ley del deseo o La flor de mi secreto. El actor argentino está perfecto en su personaje, en el tono justo para transmitir lo que se produce cuando se vuelve a ver a alguien que marcó una vida.

Por otro lado Nora Navas hace de la amiga confidente y asistente personal de Salvador en una relación donde la amistad es absoluta, a cambio de nada, un personaje sincero.

Asier Etxeandía es un capítulo aparte porque es una actor de una asombrosa maleabilidad que, en manos de Almodóvar se convierte en un ser lleno de sentimientos encontrados: hacia Salvador muestra amistad y resentimiento dependiendo del momento de la historia pero el actor brinda un momento con un monólogo teatral extraordinario que, por su experiencia sobre las tablas en obras como El Intérprete o La Avería, en realidad lo que hace es contar una historia que tiene una gran repercusión en la película.

Luego destaca la presencia de dos de las primeras chicas Almodóvar: Cecilia Roth y Julieta Serrano, ambas ya en su ópera primera Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). Sus papeles son breves pero es una gozada verlas actuar: Roth supone un viaje cinéfilo al pasado del personaje de Banderas y también al del propio espectador ya que, además de lo mencionado de los inicios, posteriormente le hizo ganar su segundo Goya con la multipremiada Todo sobre mi madre (1999).

El caso de Julieta Serrano es particular porque hace de la madre de Salvador cuando éste ya es adulto y componen ambos unas escenas que la veterana actriz, a la que Almodóvar hizo  romper moldes con la monja protagonista de Entre tinieblas (1983), dota de ternura y dureza pero sin llegar nunca a la antipatía porque guarda cosas dentro que necesitaba decirle a su hijo. Para acabar con este tramo de la película destacar los roles secundarios pero bien aprovechados de los excelentes Pedro Casablanc y Eva Martín.

Un servidor quiere detenerse en ese pasado donde brilla con luz propia Penélope Cruz. La actriz vuelve a demostrar su maravillosa capacidad de mostrarse hermosa y absolutamente creíble con unas zapatillas, un vestido sencillo y un delantal, alejada del glamour pero con un sentimiento que hace que uno se crea que es la madre del director de joven absolutamente. Además se nota, como en el caso de Banderas, cómo Almodóvar mima a la actriz y la adora, trabajando con él por primera vez precisamente  encarnando a otra madre de un protagonista en Carne trémula (1997), continuando con Todo sobre mi madre, Volver, Los abrazos rotos (2009) y Los amantes pasajeros. Su sola presencia ya es suficiente para dotar de atractivo esta importante parte de la película que complementan la sabiduría de la gran Susi Sánchez, el siempre eficaz Raúl Arévalo y la verdad y ternura de los personajes de Salvador de niño y un albañil que supondrá un punto importante de la película y que encarnan con absoluta convicción los debutantes Asier Flores y César Vicente, que protagonizan momentos cruciales.

Con un final sorpresa que es toda una declaración de intenciones del conjunto, Dolor y gloria sabe a Almodóvar, al cine que ha hecho durante todos estos años y que ha fascinado y servido de inspiración a otros cineastas (a un servidor no se le quita de la cabeza que la famosa escena sexual de Instinto básico con el espejo en el techo Paul Verhoeven la copió de la de Átame  que en su día elogiase el mismísimo Elia Kazan y rodada tres años antes).

Dolor y gloria es Almodóvar, su cine, su sello, su genialidad en una película que un servidor considera que gana en un segundo visionado para saborearla aún más.       

sábado, 23 de marzo de 2019

"La Strada": Desamparados

Las fuentes de inspiración para montar  una  obra de teatro son muy dispares (obras de teatro, valga la redundancia) aparte: novelas, poemas, canciones o (y aquí entramos en materia) películas. Hace cinco años se realizó una versión teatral de la película Amantes (Vicente Aranda, 1991) dirigida por Álvaro del Amo y en la que Mario Gas, tuvo un papel importante en la consecución del proyecto. Curiosamente porque la vida rima, Gas es el director de la obra de teatro que centra esta crítica: La Strada, versión firmada por Gerard Vázquez de la obra maestra (una de muchas) de Federico Fellini estrenada en 1954 y ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera en 1957.

Un servidor ha de confesar de entrada que este montaje que ha recalado en el Teatro Lope de Vega de Sevilla (donde estará en cartel hasta mañana) le ha conmovido. La composición de los tres personajes protagonistas (Zampanó, Gelsomina y El Loco) está matizada de tal manera que a éste que escribe le ha sido imposible que no le embargase la pena y la melancolía. Porque es una historia de perdedores que saben que lo son, ya que la vida les ha azotado muy fuertemente y lo único que intentan es sobrevivir, malviviendo, eso sí.
Alberto Iglesias, Alfonso Lara y Verónica Echegui en la función

Mario Gas dirige con su habitual solvencia una obra TEATRAL, porque esto es TEATRO no CINE, lenguajes totalmente diferentes, por lo que un servidor considera que comparar este montaje con la película es un error, aunque es lícito tenerla en la mente si caló hondo, pero a la hora de analizar el montaje, un servidor (sin ánimo de dar lecciones ni mucho menos) considera que la comparación constante juega en contra a la hora de la valoración.

El actor y director mima a los personajes y los sitúa en una especie de limbo con respecto al lugar y a la época. No se puede identificar lo que se ve  en el escenario como neorrealismo específicamente. No hay una localización concreta pero eso ayuda a darle un valor universal a lo que se cuenta y a ello contribuye la labor de los profesionales que han contribuido a la puesta en escena. 

Primeramente la música de Orestes Gas ayuda resaltar el tono triste de lo que se va contar. Por su parte, la escenografía de Juan Sanz, nada recargada sino todo lo contrario y la precisa luz de Felipe Ramos acentúan tanto la precariedad de los personajes como la penumbra en la que viven y la luz más intensa sirve para aliviar momentáneamente, ya que aparecen sobre todo en la escenificación de actuaciones circenses. El carromato de Zampanó representa la lucha por una vida, aunque sea precaria. Curiosos también los vídeos de Álvaro Luna, de un lúgubre blanco y negro acorde con el tono de la obra y supone un juego de espejos de los propios personajes.

En cuanto a las interpretaciones un servidor siente que los tres actores de La Strada se dejan la piel para dotar de un abanico de sentimientos muy variado a sus personajes. De Alberto Iglesias, al que un servidor ha visto sobre las tablas siete veces, sólo se pueden decir cosas positivas. Siempre ha estado magnífico en obras potentes como Hécuba de Eurípides dirigido por José Carlos Plaza o De Ratones y Hombres de John Steinbeck, guiado por Miguel del Arco.

A esto hay que sumar sus colaboraciones previas con el propio Mario Gas: compartiendo escenario, como fue el caso de Largo viaje del día hacia la noche de Eugene O´Neill dirigidos por Juan José Afonso, Gas dirigiéndolo como ocurrió en la impactante Incendios de Wajdi Mouawad o coescribiendo juntos la dramaturgia de Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano (en donde Gas también le dirigió en parte de la gira). Todas estas experiencias hacen que haya plena confianzas entre Gas e Iglesias y este último compone al personaje de El Loco con una brillantez donde se aúna la comedia, momentos de lucidez y tragedia , además de interpretaciones musicales logradas.
Alberto Iglesias interpretando a El Loco

Alfonso Lara, al que un servidor ha visto en teatro previamente en Los hijos se han dormido, la versión de Daniel Veronese de La gaviota de Chéjov, y en Páncreas de Patxo Tellería bajo la dirección de Juan Carlos Rubio. El Zampanó que interpreta está lleno de dureza y resentimiento, dotándolo de los matices suficientes para considerarlo un auténtico desgraciado y su agresividad, mostrada en breves pero contundentes momentos determinan los acontecimientos de la obra.

Finalmente, un servidor no puede negar la grata sorpresa que ha sido ver por primera vez sobre un escenario a Verónica Echegui, aunque ya tenía constancia de su talento gracias a películas como El patio de mi cárcel (Belén Macías, 2008) o Kamikaze (Álex Pina, 2014). La manera en que interpreta un personaje de las características de Gelsomina es simplemente asombrosa. Es un personaje lleno de inocencia y resignación, con una sumisión y fragilidad muy acentuados que dejan entrever lo destrozada que está interiormente por la dura vida que ha llevado. Su dependencia de Zampanó es fruto de una desesperación vital, ya que se encuentra en un callejón sin salida. Tiene además un monólogo donde relata su pasado que a un servidor no hizo otra cosa que disparársele la imaginación sobre las barbaridades sufridas y que se callaba. Echegui interpreta de tal manera que hace que por su personaje se despertase una mayor compasión.
Alfonso Lara y Verónica Echegui en uno de los duros momentos de la obra

El maquillaje de Chema Noci y el vestuario de Antonio Belart ayudan a componer exteriormente a los personajes a los que hay que sumar la aparición de la gran Gloria Muñoz  (de grato recuerdo para un servidor al recordar su interpretación en Todos eran mis hijos de Arthur Miller que dirigió Claudio Tolcachir) de una manera no física pero que sirve para hacer conocedor al espectador del destino de uno de los personajes.

La Strada, OBRA DE TEATRO, es una función que cala porque retrata un mundo donde reina el desamparo y la desolación material y moral con unos personajes a la deriva que son a la vez una amalgama de sentimientos y un entrañable homenaje a los cómicos de la legua.

FOTOS: SERGIO PARRA

viernes, 22 de marzo de 2019

"Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo": El infierno de las drogas

Hay miles de maneras de contar una historia sobre un mismo tema. Julia Roberts y Lucas Hedges ofrecían en El regreso de Ben (Peter Hedges, 2018) un retrato de la adicción a las drogas donde la parte más dura de esa experiencia ya había pasado, por lo que se obviaba visualmente, y se centraba en la vuelta al hogar del adolescente en proceso de desintoxicación y el temor de la familia por lo vivido. 

Con el mismo asunto como tema central, pero mucho más dura visualmente, se narra la historia de Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo, el salto internacional del director belga Felix van Groeningen, conocido sobre todo por su filme Alabama Monroe (2012), nominado al Oscar a la Mejor Película Extranjera.

Pues bien, ahora, con la base de dos libros escritos por el padre y el hijo reales que se retratan en la película y con el respaldo de Brad Pitt como coproductor, Van Groeningen cuenta sin contemplaciones las grandes dificultades para salir de la adicción a las drogas desde los dos lados: el del drogadicto, Nic Sheff, y el de su familia, focalizando la atención en el padre, David Sheff.

La película, en líneas generales, tiene uno de los alicientes en lo explícito de sus imágenes y en el incremento de la carga dramática conforme transcurre la historia. Van Groeningen hace hincapié en la dureza de la situación, en lo fácil que es una recaída y en el sufrimiento que genera. Todo esto, sin hacer spoiler, se anticipa, antes de pasar a escenas más duras gráficamente, en a contemplación de un cuaderno del hijo por parte del padre con dibujos y reflexiones aterradoras, con una música que le da un aire de película de terror a ese momento y prepara al espectador para lo que verá más adelante.

Como un servidor ha reiterado en muchas ocasiones la labor de los actores es fundamental para transmitir las emociones deseadas por el director, en especial cuando se tratan temas dramáticos fuertes. En el caso de Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo, los actores hacen una labor impecable aunque matizando diferencias. 

El padre está maravillosamente interpretado por Steve Carell, un actor que sorprendió a propios y extraños tras su paso exitoso por la comedia con una faceta menos cómica que apuntaba en Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006) y que corroboró en filmes como La última bandera (Richard Linklater, 2017) o encarnando a Donald Rumsfeld en El vicio del poder (Adam McKay, 2018), con quien ya había trabajado en La gran apuesta (2015), curiosamente ambos títulos también producidos por Brad Pitt. Carell despliega un abanico de sentimientos que van desde la ayuda incondicional hasta el abandono y el sentimiento de fracaso y en todo momento está en su punto justo.

La réplica se la da el ya reafirmado Timothée Chalamet. El inolvidable Elio de la magnífica Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017), el cual dio un cambio de registro radical en un papel secundario pero bien aprovechado en Lady Bird (Greta Gerwig, 2017) como uno de los novios de Saoirse Ronan asume ahora el importante reto de dar vida a Nic, el joven drogadicto. En este caso, y también es positivo, va de menos  más. Con unos compases iniciales que no dicen mucho (los saltos temporales en la película un servidor cree que repercuten algo negativamente en el desarrollo de la historia y en la interpretación del actor) una escena entre él y Carell en una cafetería a la que solían ir los personajes cuando Nic era niño marca el despegue interpretativo de Chalamet que va incrementando hasta llegar a la representación perfecta de la imposibilidad de dejar de consumir y el desamparo de un joven perdido en la vida.

En el reparto un servidor destacaría la presencia de Maura Tierney, la inolvidable Abby Lockhart de la serie de referencia Urgencias, personaje que interpretó durante diez años, desde 1999 hasta su última temporada, en 2009. La actual protagonista de la serie The Affair desde 2014, da vida en el filme a la comprensiva segunda esposa del personaje de Carell y madrastra del de Chalamet. Con una mayor presencia que líneas de diálogo, representa las repercusiones en la familia de un miembro drogadicto. Precisamente en el reparto se encuentra otra actriz que estuvo en la popular serie médica mencionada, Amy Aquino (aunque con un personaje más episódico y esporádico) interpretando a la directora del centro en el que ingresa Nic para intentar curarse de su adicción. Además siempre es agradable ver en pantalla a un gran actor como Timothy Hutton, ganador del Oscar por la desgarradora, emotiva y premiada Gente corriente (Robert Redford, 1980) en la piel de un doctor que explica las consecuencias de una potente droga.

Con un estilo mixto donde las secuencias reposadas se mezclan con otras más inquietantes y fuertes por lo explícitas que son, Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo expone un grave problema social con muchas aristas sin caer en efectismos gracias a las logradas interpretaciones de su reparto y un tono adecuado para que el mensaje llegue directo y sin manipulaciones al espectador.

martes, 19 de marzo de 2019

"Mirai, mi hermana pequeña": Viajes en el tiempo de aprendizaje

Que el anime o cine de animación japonés goza de buena salud no hay quien lo discuta, sobre todo porque, como se ha reflejado en críticas de otras películas de este género en este blog, existe un buen relevo de los maestros Hayao Miyazaki y el fallecido Isao Takahata en otros realizadores como Makoto Shinkai responsable de, por ejemplo, Viaje a Agartha (2011) y esa maravilla que es Your Name (2016), Hiromasa Yonebayashi, responsable de El recuerdo de Marnie (2014) o Mary y la flor de la bruja (2017) o Naoko Yamada con el bullying centrando la lograda A silent voice (2016). 

A esta lista se debe añadir sin duda Mamoru Hosoda, director que se forjó en la serie Digimon debutand, en el año 2000 en la dirección de largometrajes en una historia derivada de la mencionada serie y comienza a destacar con dos títulos: La chica que saltaba a través del tiempo (2006) y Summer Wars (2009) tras las cuales funda los Estudios Chizu, cuyo emblema es la figura de la protagonista del citado filme de 2006. Con este sello dirige las notables Wolf Children. Los niños lobo (2012) y El niño y la bestia (2015). Todo ello es previo a Mirai, mi hermana pequeña (2018) filme que centra esta crítica y que fue nominado al Oscar en la última edición celebrada el mes pasado.

Mirai, mi hermana pequeña mezcla, como mandan los cánones del buen anime, el realismo con elementos fantásticos. En este caso Hosoda dirige y escribe la historia de un niño de cuatro años que ve cómo la atención ya no está tan centrada en él al nacer una hermana. Sin embargo la magia hace que haga viajes en el tiempo con personas y animales de su propia familia, los cuales le harán vivir momentos inolvidables y que le harán cambiar su perspectiva de esa realidad. 

Hosoda imprime una dosis de costumbrismo que, aún siendo un filme protagonizado por un niño peca en ocasiones de ser infantil en exceso, con situaciones demasiado estiradas y forzadas. También hay que decir que estos viajes en el tiempo, producidos con unas curiosas transiciones, siguen una fórmula repetitiva que a un servidor cansó un poco, lo cual merma un guión bien construido de base ya que  se mencionan anécdotas familiares que luego se verán reflejadas en imágenes por lo que no son historias banales, pero a la hora de mostrarlas, salvo una que robó el corazón a un servidor totalmente, es otro cantar.

Sorprende que el propio Hosoda admita como influencia El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), puesto que la historia que cuenta es muy diferente al filme que dio a conocer a una Ana Torrent niña que cautivó con esos ojos oscuros. Lo cierto es que Mirai, mi hermana pequeña es irreprochable a nivel visual. Hosoda aquí sigue la tradición al pie de la letra del anime e incluso innova introduciendo un personaje irreal que está diseñado de una manera diferente para subrayar esa citada irrealidad. 

Con una mirada puesta muy fijamente en el modelo familiar actual, en lo referente a los roles del hombre y de la mujer, con tareas asociadas a uno que realiza el otro, con las consecuentes incidencias de la inexperiencia, el nuevo filme de Hosoda no es un paso atrás en su carrera ni mucho menos, pero un servidor admite que, aún teniendo momentos hermosos, también contiene pasajes que lastran algo el conjunto a nivel narrativo.

domingo, 17 de marzo de 2019

"La vuelta de Nora (Casa de muñecas 2)": Una lograda continuación

Si se habla de obras de teatro que convulsionasen a la sociedad cuando se estrenaron Casa de muñecas de Henrik Ibsen tiene un lugar preferente. Y todo ello debido a que mostró un comportamiento femenino inusual y revolucionario para la sociedad decimonónica: Su protagonista, Nora, abandonaba con un portazo su hogar dejando atrás a su marido, Torvald, y a sus hijos para vivir su propia vida. 

Siendo una de las obras más representadas en el mundo entero lo difícil no es ya hacer una versión vanguardista o modificada de la obra original sino continuar la historia. Esta arriesgada labor es la que hizo el dramaturgo estadounidense Lucas Hnath en el año 2017 cuando estrenó Casa de muñecas 2, la cual en Broadway contó con el beneplácito del público y de la crítica, siendo nominada a ocho Premios Tony logrando el de Mejor Actriz para Laurie Metcalf, la madre de Saoirse Ronan en  la película Lady Bird (Greta Gerwig, 2017).

Tal éxito no podía pasar desapercibido en España, donde la obra de Ibsen ha sido muy bien considerada representándose tanto sobre las tablas como en televisión. De hecho un servidor la ha visto una vez en cada una de ambos formatos: Primero en la pequeña pantalla en renovadas entregas del mítico programa Estudio 1 a comienzos del presente siglo en una versión excelente emitida en 2002 dirigida por Manuel Armán y encabezada por dos maravillosos actores: Amparo Larrañaga y Pedro Mari Sánchez. De igual manera un servidor disfrutó, en 2010, en el Teatro Lope de Vega de Sevilla del estreno nacional de una versión firmada por Amelia Ochandiano y protagonizada magníficamente por Silvia Marsó y Roberto Álvarez.

Pues en el citado teatro sevillano se mantiene hasta hoy el montaje de la obra Hnath con el título añadido de La vuelta de Nora, y la sensación del público y de un servidor fue muy satisfactoria porque vio una historia coherente con la obra de Ibsen: Nora vuelve tras quince años de ausencia a su casa por un asunto legal y se debe enfrentar al reencuentro con su marido, una de sus hijas y la niñera que aún permanece en la casa a cargo de la misma. El personaje es consecuente con la decisión que tomó en su momento y matiene una  recta actitud contra las ataduras de las mujeres y en favor de su libertad e independencia económica y afectiva.
Roberto Enríquez y Aitana Sánchez-Gijón                                                                             María La Cartelera

Sin entrar en muchos detalles del argumento, hay que decir que el discurso que se ofrece puede servir para la mujer del siglo XXI, realzando la actualidad de la obra original, que vio la luz en 1879. La obra de Hnath habla de una mujer, pero a la vez de una sociedad, que, aun con significativos avances, sigue con convicciones del pasado bastante enraizadas.

El éxito de este montaje, además de la calidad del texto de Hnath que versiona Verónica Huerta, tiene mucho que ver con la labor de sus implicados: Un gran director, cuatro actores maravillosos y equipo técnico de gran altura.

Por empezar por el primer mencionado, el director Andrés Lima demuestra una vez más su nivel para crear espectáculos con garra. Y esta obra supone un punto curioso en su carrera: Se enfrenta a una obra contemporánea no propia tras títulos como Sueño, Los Mácbez o Tito Andrónico, donde ofrecía su personal visión del universo creativo de William Shakespeare y, sobre todo Medea de Séneca, que protagonizó una magnífica Aitana Sánchez-Gijón y que se pone en la piel de Nora en este montaje tras haber encarnado a Hécuba en Las Troyanas de Eurípides que dirigió Carme Portaceli.

La fuerza de la gran actriz nacida en Roma es inmensa. Un servidor lo ha constatado en cine, televisión (ya despuntó en su debut en Segunda Enseñanza, la serie escrita y protagonizada por Ana Diosdado dirigida por Pedro Masó en 1986 y fue una inolvidable Ana Ozores en la versión de La Regenta que dirigió Fernando Méndez- Leite en 1995) y en el teatro en obras como Un dios salvaje de Yasmina Reza o Babel de Andrew Bovell). Su encarnación de Nora juega con esa intensidad que ofrece una profesionalidad demostrada ya en numerosas ocasiones y un personaje que vuelve por una necesidad pero que no tiene un ápice de arrepentimiento, al contrario, está muy satisfecha de lo que ha logrado tras decidir irse. 

Las réplicas se las dan, por un lado, un portentoso Roberto Enríquez, al que un servidor, en una escena en concreto, le recordó exteriormente al Konstantin de La Gaviota de Chéjov que él interpretó y que un servidor vio en el año 2002 dirigido por la ya citada Amelia Ochandiano junto a Silvia Abascal, Carmen Elías y Pedro Casablanc entre otros. Enríquez y Sánchez-Gijón vuelven a trabajar en el escenario juntos tras hacerlo previamente en La rosa tatuada de Tennessee Williams y dan lugar a momentos espléndidos donde se exponen las posturas de ambos sexos sobre los roles del hombre y la mujer en la sociedad.

Por su parte el primer tercio de la obra lo comparte Sánchez-Gijón con María Isabel Díaz Lago, popular para los espectadores gracias, entre otros trabajos, a la serie Vis a vis. Su personaje de la niñera da lugar a un contraste de pareceres muy interesante sobre la mujer y el matrimonio por parte de una mujer tradicional y otra más moderna, pero que también sirve para reprochar cosas que una ausencia de quince años ha provocado.

Además de lo ya dicho, un servidor no puede dejar de quitarse el sombrero ante la seguridad y profesionalidad de Elena Rivera. La popular actriz gracias a su personaje de Karina en la serie Cuéntame cómo pasó o La Verdad ya estuvo en Sevilla como parte del elenco de El arte de la entrevista de Juan Mayorga, pero, por circunstancias, un servidor no pudo verlo, por lo que el montaje de La vuelta de Nora es la primera ocasión de verla sobre un escenario y reitera su desenvoltura y dicción en un personaje que marca una de las pautas del montaje. Mientras los demás personajes llevan un vestuario, de Beatriz San Juan, de época, el de Rivera es totalmente actual, por lo que a un servidor, al desconocer el montaje de Broadway, le cabe la duda de si es idea de la propuesta de Lima o ya estaba en la obra de Hnath. Este contraste de vestimenta puede ser simbólico para recalcar la atemporalidad de lo que habla la obra, por lo que choca pero no echa para atrás, al menos desde un punto de vista personal.

Aitana Sánchez-Gijón y Elena Rivera                                                                                            María La Cartelera
Las luces potentes y variadas en tonalidades de Valentín Álvarez y el escenario, también de San Juan, complementan un montaje dinámico y con diálogos potentes y punzantes que demuestra que, actualmente, hay muchas Noras, pero debería haber muchas más.

domingo, 10 de marzo de 2019

"Mula": Dureza, sentimiento y kilómetros

Las razones por las que se decide ver una película son de lo más variopintas y en el caso de Mula, el primero ante todo era volver a Clint Eastwood en pantalla de nuevo como protagonista en una película también dirigida por él, algo que no ocurría desde Gran Torino (2008). Es increíble su energía y porte a punto de cumplir ochenta y nueve años. Y además, con Mula vuelve a una forma de rodar que bebe de los clásicos directamente y de cuya influencia dejó constancia, por ejemplo, en Los puentes de Madison (1995), Sin Perdón (1992), por la que ganó sus dos primeros (como director y productor), o Poder absoluto (1997).

En el caso de Mula, el ganador otros dos Oscar por Million Dollar Baby (2004) se mete en la piel de un horticultor de noventa años que, ante el cierre de su negocio, transporta droga para un cartel mexicano. La historia, basada en un artículo de Sam Dolnick para New York Times Magazine, está contada con sabiduría por el eterno Harry Callahan, que ha subido y bajado peldaños, como en toda trayectoria profesional larga como director desde que sorprendiera con su ópera prima , Escalofrío en la noche (1971).

Mula contiene muchos elementos atractivos como es un guión, escrito por Nick Schenk, bien estructurado que sorprende para bien al espectador: cuando se ve la repetición de una situación varias veces uno se teme lo peor, pero cuando elementos de otra índole, que se muestran a base de pinceladas al principio, como es la situación familiar del protagonista, se concretan en una situación que rompe el esquema narrativo, ahí se comprueba que Eastwood no ha soltado la historia en ningún momento. A ello hay que sumar la forma de rodar y la construcción de personajes.

Earl Stone es un personaje a la medida de Eastwood, al que él dota de unos matices como dureza y ternura, además de esa planta: alto, delgado y una mirada familiar que los años no han cambiado sino la han curtido. Además, el personaje, veterano de la Guerra de Corea, y que ha recorrido prácticamente todo Estados Unidos, está de vuelta de todo, y afronta hasta las situaciones más peliagudas con una gran entereza, lo que hace que se gane el respeto y los corazones de las personas que va conociendo. Un servidor piensa que quien mejor representa esta "conquista" es el personaje interpretado por Bradley Cooper, quien ya fue dirigido por Eastwood en El francotirador (2014) y que da muestras de su variedad de registros tras verlo esta temporada en Ha nacido una estrella, que él mismo dirigió. Sin hacer spoiler un servidor sólo dirá que el primer encuentro entre los personajes de Eastwood y Cooper junto con la conversación que mantienen, es una de las mejores escenas de la película.

La calidad de Cooper se puede extender al resto del reparto, variopinto y de distintas generaciones: Una maravillosa Dianne Weist, una dulce y cariñosa Taissa Farmiga y una dura Alison Eastwood, donde vuelve a ser dirigida por su padre interpretando a su hija en la ficción. Ellas componen el núcleo principal de la trama familiar y sentimental de la película. También destacan Andy García y Laurence Fishburne en roles secundarios pero no prescindibles

Mula, con una impecable fotografía de Yves Bélanger, es una historia llena de kilómetros, los recorridos por el protagonista, y los de la propia vida de Clint Eastwood, donde aquí vuelve, exponiendo un tema como es el del tráfico de drogas, a ponerse detrás y delante de las cámaras dando lo mejor de sí y una manera que sus seguidores un servidor está seguro de que agradecen.

miércoles, 6 de marzo de 2019

"Van Gogh, a las puertas de la eternidad": El hombre detrás del artista

En la Historia de la Pintura, sin duda, uno de sus representantes más destacados es el holandés Vincent Van Gogh (1853-1890). La razón es doble, puesto que a unos cuadros que influyeron muchísimo, se encuentra una vida llena de tormento que influía en su obra. El cine no se quedó indiferente a su figura y en 1956 Vincente Minnelli adaptó a la gran pantalla la biografía novelada de Irving Stone dando lugar a El loco del pelo rojo, donde el pintor era encarnado por la leyenda viviente Kirk Douglas y por la que Anthony Quinn ganó su segundo Oscar dando vida al también pintor Paul Gauguin, con quien Van Gogh tuvo una tortuosa amistad.

Si hace dos años la película de animación Loving Vincent de Dorota Kobiela y Hugh Welchman sorprendía a público y crítica (nominación al Oscar incluida) usando las pinturas del artista para plasmar una especie de thriller para esclarecer los últimos días de la vida de Van Gogh, ahora es el director Julian Schnabel, quien se dedicó también a la pintura, el que se acerca a los últimos años del autor de La noche estrellada en Van Gogh, a las puertas de la eternidad.
Schnabel, con un estilo no convencional, pero no menos atractivo, cuenta en esta película la etapa vital del artista en Francia, desde su traslado a Arlés pasando por el corte de su oreja o su estancia en Saint-Rémy-de-Provence así como su relación con Gauguin

Schnabel cuenta en esta ocasión con la colaboración, para la escritura del guión, del veterano Jean-Claude Carriére, vinculado a la carrera de Luis Buñuel desde los tiempos de Diario de una doncella (1964), destacando otros títulos con el director aragonés como Belle de jour (1967) o El discreto encanto de la buguesía (1972) y Ese oscuro objeto del deseo (1977) y  con otros directores como Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979), Philip Kaufman (La insoportable levedad del ser, 1988) o Milos Forman (Valmont, 1989). La escritura de Van Gogh, a las puertas de la eternidad se completa con la aportación de Louise Kugelberg, también responsable del montaje del filme.

Tras haber dado la campanada con otro retrato de un personaje real, el poeta Reinaldo Arenas en Antes que anochezca (2000), protagonizada por un magnífico Javier Bardem que fue nominado al Oscar, y conmover con La escafandra y la mariposa (2007), Schnabel se sirve del talento de Willem Dafoe, quien participó en su ópera prima (Basquiat, 1996) y justo en la anterior a la que nos ocupa (Miral, 2010) y de actores de la mencionada La escafandra y la mariposa como Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner, Niels Arestrup o Anne Cosigny, así como de Rupert Friend, Mads Mikkelsen Amira Casar y Oscar Isaac para poner en pie este personal biopic.

La narración es contemplativa y con movimientos de cámara constantes pero, en este caso, no juega en contra del resultado final, sino todo lo contrario. La belleza de los paisajes franceses es aumentada gracias a la espléndida fotografía de Benoît Delhomme con una paleta de colores que remite a los del propio Van Gogh al que pone cuerpo, rostro y alma un impresionante Dafoe. El protagonista de filmes como Platoon (Oliver Stone, 1986), El paciente inglés (Anthony Minghella, 1996) o Anticristo (Lars von Trier, 2009) se quedó a las puertas de la dorada estatuilla por una profunda interpretación, donde el físico y el aspecto emocional de Van Gogh se refleja perfectamente, así como su concepto de la pintura, su manera de ver el arte, la admiración por maestros como Goya, Veronese, Velázquez o Delacroix o el contraste entre la admiración que suscitan sus cuadros en contraposición con su estado mental así como una versión distinta del incidente que le condujo  la muerte, lo cual Schnabel plasma a la perfección. 

También es curiosa la mezcla de realidad y ensoñación que transmite el filme, ya que la cámara no sólo sigue a Van Gogh sino que parece como si se introdujese en su mente para reflejar la complejidad de un hombre cuyo legado ha quedado para la posteridad y al que este filme muestra con luces y sombras pero con una veneración hacia su arte sin ninguna duda. Un filme, como se ha dicho, no convencional sobre un artista como la copa de un pino pero que tampoco fue políticamente correcto.

domingo, 3 de marzo de 2019

"Una cuestión de género": Felicity Jones marca la diferencia

Hay películas que cuentan historias interesantes pero tienen un guión convencional, con lugares comunes o un desarrollo previsible. Un servidor no quiere decir que lo mencionado sea negativo pero a veces se tiene la sensación de estar viendo más de lo mismo. 

En el caso concreto de la película Una cuestión de género no ocurre esto por dos factores fundamentales: La dirección de Mimi Leder y la interpretación de la actriz Felicity Jones.

Con respecto al primer aspecto referido, este filme cae en buenas manos porque Leder está curtida en muchas batallas, más televisivas que cinematográficas, siendo recordada por un servidor, por ejemplo, como una de las impulsoras de la ya mítica serie Urgencias (1994-2009) de la que fue productora ejecutiva y directora de varios episodios en sus primeros años, y ejerciendo la segunda labor también en un episodio de la decimoquinta y última temporada. Ambas funciones, o sólo la de directora, las ha seguido ejerciendo  en la pequeña pantalla en series actuales como Shameless o The Leftovers (2014-2017), para muchos de auténtico culto.

En el cine ha llamado la atención por dirigir pocas películas pero de géneros tan dispares como la acción, como la acción en El pacificador (1997), protagonizada por Nicole Kidman y un George Clooney que, precisamente gracias a Urgencias, había tenido su despunte profesional, o el cine de catástrofes en Deep Impact (1998). Tras otros filmes como Cadena de favores (2000) o The Code (2009), llega, con Una cuestión de género, a la historia de la jueza Ruth Bader Ginsburg poniendo en imágenes el guión escrito por David Stepleman, sobrino, precisamente, de la propia jueza.

La película comienza en los años 50, cuando la protagonista estudiaba Derecho en Harvard y da un salto temporal hasta 1970, momento en el que llega a sus manos el caso que defenderá junto a su marido: Un caso de deducción de impuestos donde un hombre era discriminado por ser, valga la redundancia, hombre.

La narración es bastante convencional, ya que se muestra a Ruth en su juventud como una mujer responsable en los estudios, (destacando sobre la masa de compañeros varones), y ejerciendo de esposa y madre sin perder la compostura, llegando al tratamiento del referido caso judicial con un discurso final como punto álgido de la película. Todo se desarrollaría de manera algo rutinaria y trillada si no fuese, y aquí viene el desarrollo del segundo aspecto de este filme, la impecable interpretación de la actriz británica Felicity Jones dando vida a Ginsburg.
La actriz británica es una de las mejores de su generación para un servidor y ha demostrado moverse bien en géneros muy distintos: Deslumbraba y hacía una gran pareja con el oscarizado Eddie Redmayne en La teoría del todo (James Marsh, 2014), muy buena heroína de ciencia ficción en Rogue One: Una historia de Star Wars (Gareth Edwards, 2016), magnífico spin off de la saga y que enlazaba dos episodios de la misma de manera genial, y conmovió en Un monstruo viene a verme (J.A. Bayona, 2016). 

En Una cuestión de género lleva el peso de la película con pasmosa solvencia, mostrando todas las facetas del personaje e insuflándole una energía que arrastra al espectador. Otra actriz menos potente hubiese hecho ciertas escenas más normales, pero la fuerza de Jones aviva el interés.

En el reparto es imposible obviar la labor del fantástico Armie Hammer. Un servidor lo descubrió interpretando a los gemelos de La red social (David Fincher, 2010) y lamentó su participación en la descafeinada Blancanieves. Mirror, Mirror (Tarsem Singh, 2012) pero su personaje en la maravillosa Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017) le volvió a cautivar. En Una cuestión de género interpreta al marido de la protagonista, mostrándose comprensivo y un total apoyo para ella. Hammer además tiene una planta y sonrisa de galán de cine clásico magnéticas y se complementa muy bien con Felicity Jones.

Por otro lado es un placer volver a ver al veterano Sam Waterston. Inolvidable junto a Robert Redford y Mia Farrow en la exquisita El gran Gatsby (Jack Clayton, 1974) o en la desgarradora Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984) se le vio de nuevo en la gran pantalla en El caso Sloane (John Madden, 2016) tras su exitoso y largo período televisivo en Ley y Orden (1994-2010), The Newsroom (2012-2014) y que sigue combinando protagonizando Grace y Frankie junto a Jane Fonda desde 2015. En el filme de Leder le toca interpretar a uno de los opositores directos de Ginsburg tanto en su etapa universitaria como laboral. Curiosamente, el abogado al que da vida Justin Theroux está de parte de Ginsburg pero tenía algo, una especie de hostilidad hacia ella, que a un servidor le echa para atrás.

Con una factura técnica y de ambientación correctas, (el vestuario, por ejemplo, es impecable) el salto temporal, de catorce años, un servidor lo considera excesivo, podrían haber contado algo más de la vida del matrimonio y luego tanto Jones como Hammer permanecen iguales tras el salto, mientras que su hija ha crecido, lógicamente, y han tenido otro hijo. 

Una cuestión de género visibiliza a una mujer que luchó por la igualdad entre ambos sexos y en contra de la discriminación, poniendo siempre la vista en las generaciones futuras (los episodios con la hija son muy significativos, por cierto). Muestra, por otro lado, episodios domésticos cotidianos pero que son claves para entender la actitud del matrimonio cuando se hacen cargo del caso que ambos defienden.

Un servidor reitera que, aunque la película cuente la historia de un personaje trascendente en la lucha de derechos legales de hombres y mujeres, la fuerza de las interpretaciones en general y la de Felicity Jones en particular elevan varios puntos esta película, como le ocurría, salvando las distancias, a Atracción Fatal (Adrian Lyne, 1987) con la interpretación de Glenn Close.